Por Daniel Bernabé
Para RT
Si una inteligencia extraterrestre tuviera acceso al material audiovisual de nuestra época no comprendería demasiado bien cómo puede funcionar nuestra sociedad.
Sabrían de la existencia de líderes políticos, militares y religiosos, de las rutilantes estrellas del cine, la música o el deporte y de los grandes empresarios. Pero de poco más. Verían un planeta con edificios, infraestructuras y una actividad frenética pero tendrían que deducir que todo eso ha aparecido por arte de magia sobre la faz de la tierra. ¿Qué pretendo señalar con este fantasioso supuesto? Que los trabajadores son constantemente invisibilizados en una gran parte de la información y la mayoría de las ficciones.
Pocas noticias refieren al mundo del trabajo, que suele ir como epígrafe inserto en las secciones de economía, como si en vez de ser el factor fundamental que crea la riqueza fuera una variable secundaria, y a menudo insidiosa, que hay que abaratar, flexibilizar y externalizar. De hecho, la propia economía parece haber caído presa de este sortilegio, teniendo sólo en cuenta variables financieras y apostando por plataformas que se limitan a ser una marca y un gestor digital de servicios, donde quien trabaja para ellos no es ni siquiera empleado de la matriz o de una empresa subsidiaria, sino una "unidad de producción independiente" dada de alta en sus registros. Neolengua al servicio de la explotación. Tecnología que sólo actualiza los métodos de trabajo informal del siglo XIX.
En la mayoría de las ficciones, de hecho, el trabajo está completamente ausente. Los protagonistas viven aventuras, romances e intrigas pero desconocemos cómo se ganan la vida. Cuando este hecho sí tiene alguna importancia, los personajes encajan en alguna de las categorías dignas de visualizar. La clase trabajadora o está completamente desaparecida o forma parte del escenario, de forma poco más notable que el atrezzo. Lo peor es que, a base de esta educación ideológica camuflada en información y entretenimiento, la mayoría de nosotros aceptamos como normal nuestro propio borrado de la historia. ¿Qué es lo que suele suceder cuando alguien no se echa en falta ni a sí mismo? Que difícilmente va a saber quién es y por tanto cuáles son sus intereses.
Este fenómeno no se debe a una mera casualidad, a la pereza de los guionistas o a un clasismo contra la supuesta vulgaridad de los trabajadores. Tampoco, probablemente, a una conspiración a gran escala: no hay un comité de inductores manejando las ficciones y la información mundial. Simplemente es un proceso provocado por las políticas neoliberales cuya finalidad principal era la misma que la del mago con el naipe, realizar un truco de prestidigitación para hacerlo desaparecer aunque todos sepamos que no ha ocurrido así realmente. Las décadas han pasado y durante todos estos años los servicios que consumimos, los bienes que adquirimos o la propia comida que comemos parecían únicamente fruto de la audacia empresarial en situar su producto o elegir su marca.
De repente, el coronavirus dejó al mago neoliberal desnudo, mostrando no sólo que los servicios públicos, esos que se habían empeñado en desmontar, eran imprescindibles, sino que nosotros mismos, como trabajadores y trabajadoras, lo éramos.
Sin embargo, como en las mejores historias, un diminuto invitado vino a dar carpetazo a esta interesada narración de cómo funciona nuestra sociedad, algo que casi nos recuerda al final de La guerra de los mundos. El coronavirus no solamente es una desgracia a nivel mundial por la muerte provocada, sino que como pandemia nos ha puesto la vida patas arriba: cuando las circunstancias se vuelven duras, las prioridades no tienen más remedio que centrarse. En los días más duros de la primera ola, se tuvo que recurrir a algo que se llamó "trabajadores esenciales" para que nuestra sociedad siguiera funcionando. Adivinen, la mayoría de las profesiones movilizadas eran también las peor pagadas, también las más invisibilizadas.
Pero no solo. Cualquiera de nosotros, tuviéramos la ocupación que tuviéramos, pensamos inmediatamente en la Gran Recesión de 2008, si la historia se iba a volver a repetir, si nos íbamos a volver a quedar sin trabajo por la crisis económica asociada. También, nuestra clase social, es decir, el lugar que ocupamos en el proceso productivo, determinó variables esenciales en aquellos momentos como el tamaño de nuestra vivienda, la obligación de movernos en transportes públicos masificados o cómo compatibilizar el teletrabajo con la crianza de nuestros hijos, también encerrados en nuestra casa. De repente, el coronavirus dejó al mago neoliberal desnudo, mostrando no sólo que los servicios públicos, esos que se habían empeñado en desmontar, eran imprescindibles, sino que nosotros mismos, como trabajadores y trabajadoras, lo éramos.
Pero la cosa no acabó ahí. La vertiginosa recuperación económica ha tenido en este último año consecuencias para la propia economía mundial produciéndose cuellos de botella en el comercio internacional. Además se ha producido un incremento de la oferta laboral, concretamente un 62% en Estados Unidos, pero esos puestos no se cubren. ¿Cuál ha sido la explicación a estos fenómenos? Volver a hacer desaparecer a los trabajadores, como si se hubieran volatilizado. Eso en el mejor de los casos. En el peor aducir a su pereza o a las ayudas estatales extraordinarias implementadas para paliar las situaciones de desempleo transitorias por la pandemia. Lo público es malo, los trabajadores unos perezosos, los economistas neoliberales siempre aciertan y las grandes empresas nunca hacen nada mal. De nuevo había que sacar el mago a escena con otro traje.
La realidad es, obviamente, bien diferente. No es que haya escasez de trabajadores, ni que estos se puedan permitir vivir del aire, lo que sucede es que faltan empleos con buenas condiciones y salarios. Se están produciendo así dos fenómenos paralelos que ya han sido detectados especialmente en Estados Unidos. De un lado, los sectores con bajos salarios no atraen a los trabajadores, no por exquisitez o ambición, sino porque muchos de ellos son incapaces de realizar la movilidad laboral requerida, bien geográficamente, bien formativamente. Esos trabajos no les dan para iniciar una nueva vida en otro lugar o en otra profesión. Los bajos salarios impiden unir a los 8’5 millones de desempleados estadounidenses con muchos de los puestos vacantes.
Asistimos no sólo a una nueva disposición de los trabajadores a buscar una mejor calidad de su empleo, algo que en Estados Unidos se había limitado, en estas últimas décadas, a la competencia individual, sino a un renacido protagonismo de la discusión sobre el trabajo en la vida pública.
Pero, por otro lado, se está dando lo que se ha llamado "la gran renuncia". Más de 10 millones de trabajadores han dimitido de sus puestos, en lo que Robert Reich, el secretario de Trabajo en la administración Clinton, ha calificado como "una huelga general informal". Publicaciones como Harvard Business Review ya han dedicado estudios al tema en los que se ha detectado que el grupo mayoritario a dejar el trabajo eran empleados de 30 a 45 años, especialmente del sector tecnológico y médico. Además de la mayor carga laboral y las presiones de este periodo, las ofertas de otras empresas para trabajar a distancia inducen a estos empleados el cambio. Teletrabajar ha demostrado que se puede "mantener la tasa de productividad haciendo menos", según el profesor de la universidad de Texas, Anthony Klotz. Los empleados renuncian a volver a sus oficinas, traslados diarios y jornadas maratonianas si lo pueden evitar.
El correlato político se observó el pasado mes de junio con la comentada exhortación de Biden a los empleadores para que paguen más. Su gobierno aumentó el salario mínimo no sólo a los trabajadores públicos federales, sino también a los autónomos y subcontratados, de 7’25 a 15 dólares a la hora. La cuestión no son tanto los deseos del propio Biden, sino que su administración sabe que los bajos salarios pueden afectar a la recuperación productiva del país frente a China. A esto habría que contraponerle la reticencia del Partido Demócrata, por descontado del Republicano, a recuperar políticas intervencionistas para el sector privado, añadiéndose una importante incógnita a la ecuación.
Parece, no obstante, que este fenómeno dual, desempleados incapaces de acceder a los empleos y alta rotación en sectores de mayor capacitación, se le ha unido la pléyade de huelgas: los mineros de carbón de Alabama, las alimentarias Nabisco y Kellog, técnicos televisivos y cinematográficos, fabricantes de maquinaria como John Deere y los profesionales de la salud de California y Buffalo. Lo que indica que en aquellos sectores donde hay sindicatos la respuesta a las malas condiciones y bajos salarios está siendo colectiva en vez de individual. Para que esta tendencia de búsqueda pase a convertirse en la norma se hace imprescindible la acción sindical organizada, pero en Estados Unidos sólo el 6% de los trabajadores de la empresa privada forman parte de un sindicato.
Lo cierto es que, bajo diferentes formas, asistimos no sólo a una nueva disposición de los trabajadores a buscar una mejor calidad de su empleo, algo que en Estados Unidos se había limitado, en estas últimas décadas, a la competencia individual, sino a un renacido protagonismo de la discusión sobre el trabajo en la vida pública. ¿Volverá el mago a hacerlo desaparecer dentro de su chistera o será él mismo quién desaparezca?
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