Por: La haine
Desde hace algún tiempo y con una periodicidad aproximada de una vez por mes, fuerzas aeronavales de EEUU entran, demostrativa y provocativamente, en el estrecho de Taiwán, mientras que las fuerzas chinas responden con diversos movimientos militares que van desde incursiones aéreas hasta lanzamiento de misiles. La conclusión es clara: no solo estamos en una “guerra fría” en Asia Oriental, sino que el peligro de un conflicto militar abierto es muy serio. Si bien nadie lo desea, muchos “expertos” (frecuentemente vinculados al complejo militar-industrial occidental) lo consideran “inevitable”, y todos se acercan físicamente a dicho conflicto por el mero hecho de poner a sus fuerzas armadas permanentemente en contacto.
Como el último documento oficial de la doctrina militar de EEUU, recién publicado, relaciona directamente en un mismo paquete lo que ocurre entre Ucrania y Rusia con el pulso con China, y estima que esta es la dimensión principal de todo ello, es obligado preguntarse cómo hemos llegado a esto. ¿Qué ha pasado? Para responder hay que observar el marco general de varias décadas de “éxito chino”.
El éxito
La integración de China en la globalización, entendida en este caso como un seudónimo del dominio mundial de EEUU, contenía implícitamente como consecuencia la conversión de China en vasallo de Occidente.
El propósito era presionar a China para que aplicara las reformas estructurales definidas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, abriera totalmente sus mercados a las empresas occidentales y que la integración de las élites chinas en su globalización acabara dando lugar a una forma de gobierno subalterno más aceptable para Occidente que la del Partido Comunista Chino.
No estaba previsto que jugando en el terreno diseñado por otros, China torciera aquel propósito. El “milagro chino” fue usar una receta occidental diseñada para su sometimiento para fortalecerse de forma autónoma e independiente. Lo hizo poniendo condiciones y restricciones a la entrada del capital extranjero en China y, sobre todo, manteniendo un control bien firme de las riendas del proceso. Lo consiguió porque, gracias al bajo precio y alta eficacia de la mano de obra en China, los capitalistas y empresarios extranjeros hicieron enormes beneficios en la “fábrica del mundo” y eso apaciguó y moderó a sus gobiernos.
Los resultados están a la vista y son extraordinarios en todos los órdenes; en términos de incremento en la esperanza media de vida, eliminación de pobreza, PIB (recordemos que en 1980 el peso de China en el PIB global era de 2,3% y hoy es de 18,5%), instrucción, ciencia y tecnología, fortaleza militar, grandes empresas, sin olvidar, naturalmente, el gran progreso en dañinas emisiones ambientales. Todo eso entrará en los manuales de historia y economía del futuro.
Ante este resultado, un conocido comentarista norteamericano (Fareed Zakaria, de la CNN) expresó así su desconcierto: “La estrategia produjo complicaciones y complejidades que desembocaron en una China más poderosa que no respondía a las expectativas occidentales”, es decir, a la expectativa de que, en el proceso, China se convertiría en subalterna.
Todo esto ocurrió en los 30 años anteriores, pero la crónica de los últimos años añadió aún más ansiedad a la situación. La crisis financiera global de 2008, genuino detritus de la economía de casino con centro en EEUU, ofreció la primera gran evidencia de debilidad occidental y de los peligros que contiene la no regulación del sector financiero, así como el hecho general de que el capital mande sobre los gobiernos y no al revés. China gobernó la crisis mucho mejor, como había pasado ocho años antes con el estallido de la burbuja puntocom.
Antes, las desastrosas consecuencias de las guerras que EEUU ha encadenado desde los atentados del 11-S de 2001, con más de tres millones de muertos, unos cuarenta millones de desplazados y varias sociedades y Estados destruidos, hicieron patente una gigantesca irresponsabilidad por parte de la primera potencia mundial. La retirada de EEUU del acuerdo sobre cambio climático y la mala gestión de la crisis de la pandemia en Occidente (en comparación, no solo con China, sino con el conjunto de Asia oriental) incrementaron esa evidencia de desbarajuste. Así que, ante este panorama, la respuesta de EEUU ha sido la presión militar y las sanciones.
La respuesta
Desde la normalización de relaciones chino-soviéticas en mayo de 1989, China disfrutó de treinta años de tranquilidad exterior que le permitieron concentrarse en su desarrollo.
Autoeliminada la URSS como gran adversario, en los noventa, la mirada de los estrategas de Washington se empezó a dirigir a China, pero el 11-S neoyorkino colocó en el centro al terrorismo yihadista (otro resultado de la mala política anterior que se volvía contra sus autores) y ofreció a China una prórroga de diez años: diez años más de relativa tranquilidad.
En 2012, Obama anuncia el Pivot to Asia: trasladar al Pacífico el grueso de la fuerza militar aeronaval de EEUU, para estrechar el cerco militar alrededor de China. Los chinos reaccionaron poniéndose el cinturón de seguridad: fortaleciendo la autoridad del partido en todos los órdenes y el liderazgo personal en su dirección colectiva.
Pero sobre todo, en 2013 China anunció la Nueva Ruta de la Seda (Belt & Road Initiative), una ambiciosa estrategia global para salir del cerco y exportar sobrecapacidad. Es decir una estrategia a la vez geopolítica y económica.
La Nueva Ruta de la Seda es un esfuerzo de varias décadas de duración con una financiación astronómica (de 4 a 8 billones de dólares), encaminado a establecer una red geoeconómica internacional de apoyo que integre económica y comercialmente al 70% de la humanidad a través de Eurasia. Sin necesidad de recordar las tesis de Halford Mackinder [quien domina Eurasia domina el mundo] que ahora se desempolvan, eso erosiona, necesariamente, el poder mundial de EEUU en el hemisferio. También complica sobremanera cualquier propósito de cerco a una potencia que, sin ser “amiga”, ni “aliada”, ni “líder de bloque”, es socia positiva de casi todas las naciones.
El objetivo implícito de la Nueva Ruta de la Seda, en palabras de Henry Kissinger, es nada menos que “trasladar el centro de gravedad del mundo desde el Atlántico al Pacífico”. A su lado el histórico Plan Marshall queda como algo pequeño…
Guerra fría
Con Donald Trump el cambio de clima fue brusco, en especial cuando en su discurso de julio de 2020 el secretario de Estado, Michael Pompeo, apeló abiertamente al cambio de régimen en China, señalando directamente al Partido Comunista Chino como el “principal enemigo de EEUU”.
Pese a la inusitada división del establishment norteamericano, la política de sanciones comerciales y presión militar contra China tiene un amplio consenso en las dos facciones del régimen de EEUU.
Esto ya es una guerra fría abierta, con fuertes campañas de propaganda y demonización del adversario. Con Biden asistimos a una escalada de la tensión con Taiwán, principal productor mundial de semiconductores, en el centro del escenario.
Desde 1978 el reconocimiento del principio de “una sola China”, es decir, que Taiwán forma parte de ella, así como la Taiwán Relations Act (TRA) de 1979, fueron el fundamento de la relación bilateral en ese ámbito.
El contenido de la TRA era ambiguo: aunque la isla pertenecía a China, se contemplaba el suministro de “armas defensivas” a Taiwán y se decía que cualquier intento de que Pekín resolviese por la fuerza la secesión sería motivo de “grave preocupación”. Es decir: no se decía “ayudaremos militarmente a Taiwán si hay conflicto”.
Ahora sí se dice. Lo ha dicho Biden cuatro o cinco veces. Además, toda la acción de EEUU dibuja un provocador replanteamiento que John Ross expone así en Tricontinental (publicado en castellano por El Salto):
a) Por primera vez desde el comienzo de las relaciones diplomáticas entre China y EEUU, Biden invitó a un representante de Taipéi a la toma de posesión del presidente de EEUU.
b) La presidenta del Congreso, Nancy Pelosi –la tercera funcionaria estadounidense de mayor rango en el orden de sucesión presidencial– visitó Taipéi el 2 de agosto de 2022.
c) EEUU ha pedido la participación de Taipéi en Naciones Unidas.
d) EEUU ha intensificado la venta de armas y equipo militar a la isla.
e) Han aumentado las delegaciones estadounidenses que visitan Taipéi.
f) Las Fuerzas Especiales de EEUU han entrenado a tropas terrestres y de la marina de Taiwán.
g) EEUU ha incrementado su despliegue militar en el mar de China Meridional y ha enviado regularmente buques de guerra a través del estrecho de Taiwán.
Al igual que en Ucrania con su integración de facto en la OTAN y su conversión en un ariete militar contra Rusia desde 2014, este fin de la ambigüedad con Taiwán supone que Washington cruza una línea roja histórica de China. Y como en Ucrania, en el entorno geográfico más inmediato del adversario. Además, EEUU está presionando a otros países del entorno chino: Australia, India, Japón, Corea del Sur, (también Inglaterra y la propia UE) a sumarse a las sanciones y coaliciones militares, de la misma forma en que ha hecho en Europa con Ucrania.
Igual que en Ucrania, en la crisis de Taiwán no hay interés en negociaciones para resolver las tensiones con un paso atrás, ni para prevenir choques militares accidentales, ni para reducir riesgos en general.
La estrategia de seguridad norteamericana afirma que la guerra de Ucrania, y la "debilidad" de Rusia que aprecia en ella, confirman que China representa “la principal amenaza, como único competidor dotado del suficiente poder económico, militar y político necesario para replantear el orden internacional”. Para ello llama a revitalizar la red de alianzas que reste capacidad de maniobra a China. Eso es lo que se está haciendo.
La guerra de Ucrania que, desde luego, China no quería, está dirigida a impedir militarmente la integración euroasiática, que es un eje fundamental de la gran estrategia china de la Nueva Ruta de la Seda. El atentado contra los gasoductos del Báltico son la mejor ilustración de esa acción por romper nexos vitales y debe ser leído en ese contexto. Desde ese punto de vista, Ucrania forma parte y es prolegómeno de la guerra fría actual contra China en Asia Oriental.
De momento, y aunque ese vector pueda presentar problemas en el futuro, se ha logrado convertir a la Unión Europea en vasallo, e integrarla en esa guerra fría contra su principal socio comercial (China), lo que perjudica gravemente a su propia economía [al igual que lo hacen las sanciones a Rusia].
La conciencia de todo ello explica la posición de China en esta guerra, su postura de que “la seguridad europea debe ser decidida por los europeos” (Xi Jinping a Olaf Scholz en mayo), y su oposición a las sanciones contra Rusia, meridianamente expuesta en abril por la comentarista de la televisión china, Liu Xin: “Nos dicen, ayúdame a luchar contra tu socio ruso para que luego pueda concentrarme mejor en luchar contra ti”.
“La era de la posguerra fría ha concluido definitivamente y está en marcha una competición entre las principales potencias para dar forma a lo que vendrá a continuación”, escribe Biden en la introducción al documento Estrategia de seguridad nacional de 2022, recién publicado. “China es el único competidor con intención de redefinir el orden internacional, que dispone de las capacidades para hacerlo”, dice.
La elocuente Ursula von der Leyen, la “presidenta norteamericana de Europa”, según la revista estadounidense Politico, reconoce la unidad de todo el paquete y la beligerancia europea en él cuando afirma que “la guerra de Ucrania no es solo una guerra europea, es una guerra por el futuro del mundo por lo que el ámbito de Europa solo puede ser el mundo entero”.
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