La herida de la ausencia
Se levanta, prepara el café y abre la pequeña ventana de su habitación, de golpe entra el aire frío del otoño que le tulle los huesos, jamás pensó que octubre pudiera ser tan frío, si su natal Cabañas, Zacapa (Guatemala) es un horno todo el año.
A Lindomar le brota de los poros constantemente la añoranza por su tierra y su familia apenas está cumpliendo un año de haber llegado a Estados Unidos, la herida está fresca. Los ha llorado todos los días con sus noches, nunca imaginó que alguien pudiera llorar tanto por extrañar y que la melancolía se sintiera como una herida en carne viva imposible de curar.
Sus hijos gemelos se gradúan de tercero básico y él no podrá estar presente, fue un momento que siempre soñó porque él no pudo pasar de tercero primaria. Siente culpa, la misma culpa que siente la mayoría de migrantes indocumentados que han dejado a sus familias en sus países de origen. Su pena es mayor porque sus hijos viven solos en una casa que rentan, su madre murió en el parto. Los vecinos y familiares les echan un vistazo y lo mantienen al tanto, pero en las noches su angustia crece, sus niños están durmiendo solos. Su hija que ya desarrolló lo preocupa aún más por la maldad que hay en el mundo.
Se culpa de no estar presente todos los días, de verlos crecer, de prepararles el desayuno, de ayudarlos con los deberes, de llevarlos a comer un helado. Este año fue el primero en el que no les forró los cuadernos escolares. Pero si no migraba no iba a poder darles estudios de diversificado ni mucho menos universitarios y Lindomar lo que quiere es que sus hijos no terminen cortando limones en las fincas de los alrededores como le tocó a él toda su vida. Con salario de jornalero no iba a poder sacarlos adelante. Por eso emigró, para que puedan tener las oportunidades que él no tuvo.
En el año que lleva fuera de casa, Lindomar se ha aprendido todos los corridos y canciones norteñas con letras de evocaciones que cantan los mexicanos con los que trabaja, también como ellos se ha anegado de licor para buscar pegar el ojo por lo menos un par de horas en las noches. Ha llorado a todo pulmón cantándolas, abrazando el dolor del recuerdo y de añorar. En Estados Unidos, Lindomar se dio cuenta que no hay hombre que se resista al dolor de la tristeza, por muy fuerte, por muy robusto, por muy macho, por muy tosco, siempre se terminan quebrando con la herida de la diáspora y se desploman como costales de papa cuando la vulnerabilidad del alma los hace llorar como niños.
Carga su teléfono celular, a media mañana tratará de ver por videollamada la graduación de sus hijos, en su trabajo en construcción pidió permiso desde la semana anterior, el jefe le dijo que le daba media hora nada más porque iban atrasados armando los cimientos de la casa que tienen que entregar en la fecha exacta. Les ha enviado una sorpresa por encomienda: una computadora y una tableta a cada uno.
Aunque él no sabe ni cómo se encienden esos volaos. Y que tampoco que por más cosas materiales que les envíe jamás podrá curar la herida de la ausencia que sufren miles que han sido separados por la migración forzada. Lindomar tampoco sabe, que su camino como migrante indocumentado apenas empieza y que serán décadas las que lo esperan y que bañarán sus ojos y sus cabellos con la nieve de los años en la diáspora, como a los migrantes mayores que se cruza en el trabajo y en el camino a los que la vida los hizo también abuelos, en la ausencia.
Blog de la autora: Crónicas de una Inquilina
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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