A pesar del altísimo gasto de la inversión occidental en la invasión, la realidad es que la mitad de los afganos está en la pobreza y el 90% de la población vive con menos de 2 dólares diarios. La mortalidad infantil es de las más altas del mundo y la esperanza de vida de las más bajas. De haberse casi erradicado el cultivo del opio por orden del régimen Talibán a fin del siglo pasado, bajo el resguardo estadounidense nuevamente se produjo alrededor del 82% de la heroína del mundo. Las guerras en Afganistán han generado 5.5 millones de refugiados, que acaso aumenten ahora con la retoma del poder por el Talibán. Hubo sectores privilegiados del gobierno y el ejército afganos -pocos en porcentaje poblacional- que se beneficiaron de la corrupción generalizada para vivir una vida de confort viajando regularmente a Doha o Dubái, los Miami del Medio Oriente.
Pero las invasiones de Afganistán e Iraq son el ejemplo distintivo del nuevo hecho político neoliberal por parte del imperialismo, la privatización de la guerra; donde adquirieron protagonismo los contratistas privados que suministraron servicios a los invasores estadounidenses y de la OTAN, a través de grupos paramilitares, espías, mercenarios, diversionistas y agentes de seguridad privada. Estos últimos ascendieron a 7.800 expatriados en el 2020. En las dos décadas de intrusión fueron desplegados más de 795.000 efectivos estadounidenses y del mundo en Afganistán.
¿Cuánto dinero costó la invasión de EEUU?
Las enormes sumas que Estados Unidos gastó en tratar de convertir Afganistán en una “democracia liberal” es un menú que merece una auditoría exhaustiva. Y la realizó un estudio de la Universidad de Brown en Rhode Island, que testifica que EEUU “invirtió” 2,26 billones de dólares en la guerra en Afganistán, de los cuales un billón fue a dar al Complejo militar-industrial y otros 530.000 millones de dólares sirvieron para pagar los intereses de esa inversión militar. Lo que se gastó directamente en la invasión de Afganistán fueron 730.000 millones de dólares hasta 2018 -una cifra estrepitosa- que incluía el pago a más de 5.000 mercenarios privados y otros actores de la guerra como los gobiernos títeres de Hamid Karzai y Ashraf Ghani, y el Ejército Nacional de Afganistán (ENA).
Estas cifras explican la inclinación obsesiva de las élites norteamericanas por las guerras, ya que es la forma más expedita de traspasar el dinero de los impuestos norteamericanos a manos del capital privado, en este caso, el Complejo militar-industrial, los grandes productores de armas. La promoción de la invasión militar por EEUU y sus socios de la OTAN en el caso de Afganistán, respondió a los intereses de los gigantes petroleros angloestadunidenses Unocal, Chevron y British Petroleum; aliados con los cinco grandes fabricantes de armas: Boeing, Northrop Grumman, Raytheon, General Dynamics y Lockheed Martin.
Si bien la seguridad y la construcción dejaron ganancias, la gran apuesta que demuestra que la guerra fue todo un éxito económico, la representan los beneficios alcanzados por los cinco más importantes contratistas de defensa antes mencionados que fabricaron aviones, helicópteros, bombas, drones, ametralladoras y todo el material bélico. Un billón de dólares.
Las empresas privadas de seguridad (mercenarios) con los mayores contratos en Afganistán fueron:
- Dyncorp International US$14.400 millones
- Fluor Corporation US$13.500 millones
- Kellogg Brown Root (KBR) US$ 3.600 millones
- Raytheon Technologies US$ 2.500 millones
- Aegis LLC US$ 1.200 millones
Fuente: Estimaciones no publicadas de Heidi Peltier, directora del proyecto «20 años de guerra» de la Universidad de Boston.
La mayor parte del gasto en Afganistán provino de los Estados Unidos y en menor medida de Gran Bretaña y Alemania que gastaron respectivamente unos US$30.000 millones y US$19.000 millones en el transcurso de la guerra. Entre 2010 y 2012 cuando Estados Unidos (Obama) tuvo más de 100.000 soldados en el país, el costo de la guerra creció a casi 100.000 millones de dólares al año, según cifras del propio gobierno estadounidense.
Según el Departamento de Defensa, el gasto militar total en Afganistán (desde octubre de 2001 hasta septiembre de 2019) había alcanzado los US$778 mil millones. Pero el Departamento de Estado junto con la USAID y otras agencias gubernamentales gastaron US$ 44 mil millones en proyectos de reconstrucción. Eso eleva el costo total a USD 822 mil millones entre 2001 y 2019.
Pero quizás, dicen los investigadores, el mayor de los fracasos y el más costoso fueron los US$ 88.300 millones gastados en entrenar y equipar al ejército afgano y la policía desde mayo de 2002 hasta marzo de 2019, o sea, unos US$ 4.500 millones por año de costo salarial para los 300.000 efectivos.
Otros datos oficiales demuestran que desde 2002, EEUU también ha invertido unos US$ 143.270 millones en actividades de reconstrucción en Afganistán. Casi US$ 36.000 millones han sido asignados a sistemas de gobierno y desarrollo, mientras que cifras menores fueron destinadas a los esfuerzos antidrogas y asistencia humanitaria.
Otra buena porción de ese gasto militar fue a parar a la corrupción, es decir, a la construcción del estado “democrático” afgano. Todo fue corrupto en la turbulencia de los 2.26 billones de dinero estatal estadounidense que se volcaron sobre el proyecto “democratizador”. Los soldados de USA, los fabricantes de armas, los tecnócratas globalizados, los expertos en gobernanza, las ONGs líderes del mundo, los trabajadores humanitarios, el personal de mantenimiento de la paz, los teóricos de la contrainsurgencia, los que huían o querían huir desde el aeropuerto de Kabul y los abogados que nunca faltan, todos hicieron su fortuna. Pero los funcionarios públicos corruptos, los militares y la élite estatal afgana no solo aprovecharon el gran pastel de dinero imperialista, sino que participaron durante mucho tiempo en la economía del opio, a una escala mayor o igual que cualquier actor internacional.
«El mayor fracaso de nuestros esfuerzos no fue la insurgencia. Fue el peso de la corrupción endémica», dijo Ryan Crocker, exembajador de EE.UU. en Afganistán.
Esta visión de los costos de la guerra y la apropiación de ganancias por parte de las élites nos explican otras “incongruencias” imperialistas como la guerra selectiva desde drones que, además de ineficiente, por ser una guerrilla sin ejército, era tremendamente costosa, representando solo ganancias para la industria armamentística americana que los produce.
Cuando las fuerzas invasoras empezaron a admitir la imposibilidad de ganar la guerra, el ejército estadounidense cambió su enfoque de las operaciones ofensivas aéreas contra una guerrilla pedestre y sin infraestructura; y se concentró más en el entrenamiento del ejército afgano, inútilmente. Así los costos por año de la invasión cayeron bruscamente.
Otra gran “incongruencia” de la huida estadounidense fueron las armas y equipos que quedaron en manos del Talibán tras su precipitada salida, pues su valor supera por cuatro veces el PIB de Afganistán en 2019 (US$ 21.000 millones). Para los que aseguran que la salida fue planeada para producir más caos en la región y otra guerra civil, basta con advertir que esa derrota catapultó a los Talibán a tener un armamento de última generación, que no ha tenido ninguna guerrilla del mundo y que tiene un valor superior a US$ 80.000 mil millones. Esto puso a reflexionar a la aguerrida resistencia de Panjshir que quería hacer la guerra desde Tayikistán por Twitter, a los Talibán.
¿Y los costos humanos de la invasión?
De nuevo la Universidad de Brown informa que como resultado directo de la intervención militar estadounidense murieron 241.000 afganos hasta 2019. Y esa cifra no incluye las muertes colaterales por enfermedades, las pérdidas por la falta alimentos, agua, ni por la destrucción de infraestructuras como escuelas, hospitales y puentes y otras consecuencias directas de la guerra.
Desde que comenzó la invasión occidental contra los talibán en 2001, también han habido más de 3.500 muertes de la coalición, de las cuales 2.342+13 (aeropuerto de Kabul) han sido soldados estadounidenses. Más de 450 soldados británicos murieron, 56 alemanes, 48 italianos, etc. Otros 20.660 soldados estadounidenses resultaron heridos en la guerra.
Pero las víctimas extranjeras son menores frente a la pérdida de vidas entre las fuerzas de seguridad afganas. De nuevo, la investigación de la Universidad de Brown en 2019 estimó que la pérdida de vidas entre el ejército y la policía nacionales en Afganistán era de más de 64.100 desde octubre de 2001, cuando comenzó la guerra.
Este cuadro de la BBC compendia el período 2009-2020 así:
Las guerras estadounidenses vistas por una parlamentaria demócrata
Barbara Lee, miembro de la dirección demócrata de la Cámara de Representantes de EEUU, es la mujer negra de mayor rango en el Congreso norteamericano. Escribió en Brennan Center for Justice (2021-09-09), a propósito de las guerras americanas después del 11-S: “Los resultados hoy son un estado de guerra perpetuo y un complejo militar-industrial en constante expansión… El gasto del Pentágono desde el 11-S ha aumentado en casi un 50%. Cada hora, los contribuyentes están pagando US$ 32 millones por el costo total de las guerras desde 2001, y estas guerras no han hecho que los estadounidenses estén más seguros ni han traído democracia o estabilidad al Medio Oriente”.
Utilicemos el método expuesto por la congresista Lee y preguntémonos ¿cuánto costó asesinar a cada afgano durante la invasión estadounidense? Sin apelar a grandes matemáticas utilicemos el monto total de US$ 2,32 billones y dividamos por 241.000 muertos y tendremos una cifra aterradora. Estados Unidos “invirtió” casi un millón de dólares en asesinar a cada afgano que sacrificó en la injusta e inventada guerra de venganza.
Pero las cifras de los balances suelen ser estériles si no ponemos el sensor en las heridas reales del tejido social y los responsables con nombre y apellido desde 2008.
Visto desde hoy, más de un soldado de cada cinco, murió; las viudas tenían un promedio de 5 hijos para sostener; el ejército y la policía afganos tuvieron más de 66.000 muertos; los militares norteamericanos alrededor de 2.448 muertos; los civiles afganos, más de 47.245 muertos.
Bajo la administración de Barak Obama, Afganistán se convirtió en el país del mundo más bombardeado por drones, pues el presidente firmaba a diario, ya que solo él podía autorizar estas muertes desde el aire y con el gatillo instalado en Virginia.
En 2019, Donald Trump batió el récord lanzando 7.423 bombas sobre la población. Afganistán fue el terreno de prueba de nuevas armas. El 13 de abril de 2017, Trump empleó la bomba no nuclear más potente jamás utilizada, una GBU-43, llamada técnicamente MOAB: Explosivo Aéreo de Artillería Masiva, cuyas siglas en inglés, equivalen también a Madre de Todas las Bombas. Macabro apodo.
La potencia de la GBU-43 es de 11 toneladas de explosivos e impacta 1.6 km a la redonda, además tiene un coste de US$ 16 millones. Según la versión oficial se usó para destruir los túneles atribuidos a ISIS-K. Trump aseguró haber matado a 36 terroristas de ese grupo. Para seguir con el método de análisis expuesto por la representante Barbara Lee, cada terrorista de ISIS tuvo un precio de muerte de US$ 444.444, sin facturar el transporte por medio mundo desde su sitio de fabricación americana.
Admitamos en aras de la discusión que es cierta la muerte de 36 terroristas de ISIS-K y que ningún civil fue alcanzado por el mortífero artefacto. Precisión quirúrgica.
Pero el grupo terrorista, a través de su medio de prensa, Amaq, negó haber tenido bajas. La operación, que supuestamente destruyó túneles y cuevas utilizados por los yihadistas, tuvo lugar el mismo día 13, en que el Pentágono admitió la muerte por error de 18 milicianos kurdos -aliados- en un bombardeo en Siria, el tercer error fatal reconocido en un mes. Información denigrante.
Si tomamos el costo total de la guerra que nos suministra la U. de Brown dividiéndola por el número de afganos muertos, fue de US$ 937.759 el costo de matar cada afgano por parte de la invasión estadounidense. Adicionemos la muerte por bomba de 36 terroristas de ISIS a ese monumental coste económico y ambiental, y es incomprensible. ¿No lo cree? Yo tampoco. Pero es la irracionalidad absurda de una guerra imperialista en la cual pierde la humanidad, pero gana la élite norteamericana del Complejo militar-industrial; es decir, los señores de la guerra, que no es una caracterización medieval sino la expresión más actualizada de la barbaridad inescrupulosa del poder imperialista.
¿Y cómo reaccionan las instituciones de control internacional como la CPI?
“Karim Khan, unos meses después de haber sido elegido como fiscal jefe de la Corte Penal Internacional (CPI) anunció a finales de septiembre que aunque su oficina reanudará una investigación sobre presuntos crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad en Afganistán desde 2003, dará prioridad a los presuntos abusos cometidos por los talibán y el Estado Islámico Khorasan (ISIS-K) y despriorizará «otros aspectos de esta investigación”, es decir, presuntos crímenes cometidos por las Fuerzas de Seguridad Nacional afganas, el ejército de Estados Unidos y la Agencia Central de Inteligencia” (Foreign Affairs, 2021/11/03).
La CPI y Khan tendrán sobre la mesa el caso de Afganistán, un asunto que genera temores y puede significar presiones externas ya que Estados Unidos no es miembro de CPI y se niega a aceptar cualquier indagación sobre los crímenes de guerra cometidos en suelo afgano por soldados estadounidenses entre 2002 y 2003. Afganistán sí es miembro de la CPI, de ahí que los estadounidenses que hayan cometido delitos allí podrían ser perseguidos por la justicia internacional. La investigación incluye a soldados afganos, a la red Haqqani -considerado grupo terrorista por EEUU-, a los talibán y a personal de la CIA, entre los presuntos autores de los crímenes. Pero Khan ya se lavó las manos, cual Pilatos, con su despriorización a favor de EEUU.
De hecho, lo que está en juego para la CPI no es solo su legitimidad, sino la patente de corso que ondea en Occidente para cometer sus crímenes contra los pueblos del mundo sin ninguna posibilidad de que sean juzgados, por dicho organismo o por ningún otro ente internacional.
La CPI ha sido acusada durante años de ser una institución neocolonial, con sus investigaciones centradas en países del Sur Global. En particular, todas las primeras investigaciones del tribunal y la mayoría de las actuales han sido sobre países africanos y, hasta ahora, todos los acusados son de ese continente. Negarse a investigar un país poderoso como Estados Unidos es una declaración de venalidad autoinfligida.
Es la hora de reiterar que la CPI es una institución occidental, no del mundo. Que nunca ha cuestionado ninguna masacre norteamericana o europea y solo ha cuestionado y juzgado a dirigentes del continente africano.
Los medios occidentales se escandalizan por la derrota del mejor ejército del mundo, hablan de vergüenza para todos, pero ningún político o analista se dispone a exigir que se juzgue a quien creó, financió e invadió (con la OTAN) para transformar a Afganistán en un abuso histórico y el mayor productor de opio del mundo, para luego marcharse cantando odas a la libertad y consignas por los derechos de las mujeres afganas.
Otra visión crítica del costo militar
En medio de las exorbitantes cifras del costo de la invasión es posible también una mirada “humanista”, más bien crítica, sobre la carnicería norteamericana en Afganistán. Y desde esa perspectiva William Dalrymple, el gran escritor e historiador escocés, conocedor profundo de Asia Central e India, se despacha en una columna de un diario en 2017, contra la hipocresía americana: “En esta última guerra, Estados Unidos ha gastado ya más de 700.000 millones de dólares, una cantidad suficiente para construir a cada afgano un apartamento de lujo y unas instalaciones sanitarias y educativas de primera categoría, y además añadir un todoterreno de gama alta para cada uno como regalo. Por el contrario, Afganistán sigue siendo el país más pobre de Asia, el tercer país más corrupto del mundo, el más analfabeto y el que tiene las peores infraestructuras médicas y educativas, si exceptuamos de unas cuantas zonas de guerra en el África subsahariana”. ¿A quién sirve la salvación del pueblo afgano?
Esta propuesta puede parecer un acto de inocente torpeza, pero nada en una guerra emprendida por Estados Unidos está rodeado de insensatez. La guerra es el gran y mejor negocio americano.
Carlos García Tobón. Analista internacional con énfasis en China, Asia Central y la Ruta de la Seda histórica y actual. Arquitecto y Urbanista de la Universidad Nacional de Colombia. E-mail: cgtobon@gmail.com
Analisis Critico ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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